domingo, 30 de diciembre de 2012

viernes, 28 de diciembre de 2012



+ Me siento triste, dolida, cansada.
- Cálmate, solamente necesitas compañía.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

+¿Cómo andas? 
 -Con los pies.
+Interesante.
-¿Qué?
+El mal uso de la ironía para olvidar tu dolor.

lunes, 24 de diciembre de 2012


No podías más, estabas en el patio de tu casa, era una noche demasiado fría, pero tu no sentías esa fría brisa que enfriaba la noche, estabas en tu casa sola, tu madre no estaba, tus hermanas menos, no hacías más que caminar y gritar como una histérica. Estabas harta, no querías esto, no querías sufrir, sentías que todo te salía mal. Te sentías un problema para el mundo. Sentías tus brazos ardiendo, tu sangre brotando de ellos. Estabas mareada, habías escrito una serie de cosas, no sabías si las leerían. 
Esa misma noche, decidiste no hacerlo. Era mucho sacrificio, para alguien que no lo merecía. Si tú no te quieres, ¿crees que alguien lo hará? 

Imagínate que un día la personas que más amas en el mundo, no quiere permanecer en el, ¿cómo te sentirías? ¿dolido? ¿culpable? ¿solo?. Ella le había mandado las señales que decían que no aguantaba más que está ya no era su batalla, que en cualquier momento, tiraría la toalla. Lo único que ella no quería era que te percataras de esto, no quería verte sufrir. Una mezcla de sentimientos y sensaciones la atormentaban, debido a su creciente inseguridad, no quería enfrentarse a esto, y decodificar que le pasaba.
Lo que ella no sabía, era que tu la amabas, mucho más de lo que ella a ti, tu amor era silencioso, pero más fuerte que nada. 
Sólo que ella, no creía en nada, ni siquiera en ella. Estaba absorta, en sus tontas y malas creencias de si misma. Mientras que tu la veías pasar y no podías contener tus nervios, ni tu intenso amor por ella. Una distancia, los separaría, no serían kilómetros, sino una distancia mucho más grande, que los separaría por siempre. El hará lo posible para que ella luche y se queda. ¿Qué será lo que ella hará? O qué sentirá en ese momento? 

domingo, 23 de diciembre de 2012

A L O N E





No puedes más, estás sola en tu habitación. Sientes que sus gritos, atraviesan las paredes. Lo único que quieres hacer es llorar. Observas tus muñecas, piensas y te preguntas. ¿Realmente merecen que mi sangre sea derramada? Sabes que la respuesta es no, pero sientes que es tu válvula de escape. Lo único que logra desconectarte de la realidad. Intentas hacer oídos sordos, no lo logras. Siguen gritando, blasfemando, haciéndote sentir como si fueras lo peor. ¿Qué logran con eso?. Lo único que haces es llorar, comienzas con unos sollozos desgarradores, que te rompen el alma por dentro. Te sientes sola, muy sola. Nadie te entiende. Histérica, comienzas a vagabundear por tu habitación. Gritando, llorando, golpeando todo lo que está a tu alcance. Logras oír que las puertas se abren. Es tu madre, mira tu remera manchada de sangre. Rápidamente, aprietas tu muñeca izquierda, en contra de tu remera. Violentamente entra a tu habitación, te toma de los brazos, sacudiéndote con violencia. Sus manos se mancharon de sangre. Lo único que lograste decir fue: ¡VETE QUIERO ESTAR SOLA! Aunque, hayan personas, siempre te sientes así. 

sábado, 22 de diciembre de 2012

I'm "fine"



NADIE QUERRÁ A LA NIÑA DE LAS MUÑECAS CORTADAS. 

Suicide Silence.


¿Usted ha pensado alguna vez en el suicidio? Yo si. Pero nunca podré. Y eso también es una carencia. Porque yo tengo todo el cuadro mental y moral del suicida, menos la fuerza que se precisa para meterse un tiro en la sien.
M. Benedetti.

lunes, 3 de diciembre de 2012

¿Alone?


"Si te sientes solo, se que el mundo puede ser un lugar solitario, pero sería mas solitario sin ti en él." - Hayley Williams

lunes, 26 de noviembre de 2012

¿Who?


"Desear ser otra persona es el desperdicio de la persona que eres. 
                                                K.C

martes, 6 de noviembre de 2012

Nací en Choele-Choel, que quiere decir "Corazón de Palo".

“Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante y el que comprendiendo no actúa tendrá un lugar en la antología del llanto pero no en la historia viva de su tierra”
(Rodolfo Walsh, programa de la CGT, 1º de mayo de 1968).

Bad War.


La única guerra que se gana es la que no se empieza. 

sábado, 3 de noviembre de 2012

Alone.



+ Me siento triste, débil, cansado, dolido.
                      - Tranquilo, lo único que pasa es que estás solo. 

I am alone happy. 

viernes, 2 de noviembre de 2012

Libre, linda y loca.


Las mujeres buenas van al cielo, las rebeldes donde ellas quieran, una mujer bonita no siempre es inteligente, una mujer inteligente siempre es bonita. 

¡NI SUMISA NI DEVOTA, TE QUIERO LIBRE LINDA Y LOCA! 


In love.
















Si te enamoras de un escritor, tranquila, no morirás jamás.

Las etiquetas son para la ropa.

La gente comenzó a decir que yo era lesbiana. Sonreí. No hay sexo incorrecto si hay amor en él. 
Marilyn Monroe.

jueves, 1 de noviembre de 2012

With me.



"No importa de quién venga el amor, mientras sea sincero y correspondido". 

Suicide.















                    -What's the emergency? 
                                 -It's been a suicide
                                -Who's the victim? 
                                                 - I am. 

...


"El inventor del espejo envenenó el corazón humano". 

sábado, 22 de septiembre de 2012

Esa Mujer.






El coronel elogia mi puntualidad:
Es puntual como los alemanes ­dice. 
O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
He leído sus cosas ­propone­. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
Esos papeles ­dice.
Lo miro.
Esa mujer, coronel.
Sonríe.
Todo se encadena ­filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
¿Mucho daño? ­pregunto. Me importa un carajo.
Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años ­dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
La pobre quedó muy afectada ­explica el coronel­. Pero a usted no le importa esto.
¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me ocurre.
Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y esto?
La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
¿Qué más? ­dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro una madrugada.
La confundió con un ladrón ­sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
Pero el capitán N. . .
Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
¿Y usted, coronel?
Lo mío es distinto ­dice­. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
Me gustaría.
Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
Ojalá dependa de mí, coronel.
Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le falta un bracito.
Derby -dice. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
¿Qué querían hacer?
Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
-Y orinarle encima.
Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
Esa mujer ­le oigo murmurar­. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe. Es duro.
Desnuda ­dice­. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente­, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos­, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
No.
Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
¿Pobre gente?
Sí, pobre gente.­El coronel lucha contra una escurridiza cólera interior­. Yo también soy argentino.
Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
Ah, bueno ­dice.
¿La vieron así?
Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
Para mí no es nada -dice el coronel­. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dése cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
¿Se impresionaron?
Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿ésto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.
Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".
Beba ­dice el coronel.
Bebo.
¿Me escucha?
-Lo escucho.
Le cortamos un dedo.
¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
Comprendo.
-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
¿Y?
Era ella. Esa mujer era ella. 
¿Muy cambiada? 
No, no, usted no me entiende. lgualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
¿Enciendo?
No.
Teléfono.
Deciles que no estoy.
Desaparece.
Es para putearme ­explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder ­digo alegremente.
Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
¿Qué le dicen?
Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
Llueve día por medio ­dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
¡Está parada! -grita el coronel­. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
No me haga caso -dice, se sienta­. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
¿Eh? -dice­ ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.
¿La sacó usted?
Sí.
-¿Cuántas personas saben?
DOS.
¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
¿Dónde?
No contesta.
Hay que escribirlo, publicarlo.
Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
¡Ahora! ­me exaspero­. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue el momento... usted será el primero...
No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.
Es mía -dice simplemente­. Esa mujer es mía.

lunes, 17 de septiembre de 2012

"Operación Masacre"

Capítulo 23. 

.Ha llegado el momento. Lo señala un diálogo breve, impresionante.
–¿Qué nos van a hacer? –pregunta uno.
–¡Camine para adelante! –le responden.
–¡Nosotros somos inocentes! –gritan varios.
–No tengan miedo –les contestan–. No les vamos a hacer nada. ¡NO LES VAMOS A HACER NADA!
Los vigilantes los arrean hacia el basural como a un rebaño aterrorizado. La camioneta se detiene, alumbrándolos con los faros. Los prisioneros parecen flotar en un lago vivísimo de luz. Rodríguez Moreno baja, pistola en mano.
A partir de ese instante el relato se fragmenta, estalla en doce o trece nódulos de pánico.
–Disparemos, Carranza –dice Gavino–. Yo creo que nos matan. Carranza sabe que es cierto. Pero una remotísima esperanza de estar equivocado lo mantiene caminando.
–Quedémonos... –murmura–. Si disparamos, tiran seguro. Giunta camina a los tumbos, mirando hacia atrás, un brazo a la altura de la frente para protegerse del destello que lo encandila.
Livraga se va abriendo hacia la izquierda, sigilosamente. Paso a paso. Viste de negro. De pronto, lo que parece un milagro: los reflectores dejan de molestarlo. Ha salido del campo luminoso. Está solo y casi invisible en la obscuridad. Diez metros más adelante se adivina una zanja. Si puede llegar... La tricota de Brión brilla, casi incandescente de blanca.
En el carro de asalto Troxler está sentado con las manos apoyadas en las rodillas y el cuerpo echado hacia adelante.
Mira de soslayo a los dos vigilantes que custodian la puerta más cercana. Va a saltar...
Frente a él Benavídez tiene en vista la otra puerta.
Carlitos, azorado, sólo atina a musitar:
–Pero, cómo... ¿Así nos matan?
Abajo Vicente Rodríguez camina pesadamente por el terreno accidentado y desconocido. Livraga está a cinco metros de la zanja. Don Horacio, que fue el primero en bajar, también ha logrado abrirse un poco en la dirección opuesta.
–¡Alto! –ordena una voz.
Algunos se paran. Otros avanzan todavía unos pasos. Los vigilantes, en cambio, empiezan a retroceder, tomando distancia, y llevan la mano al cerrojo de los máuseres.
Livraga no mira hacia atrás, pero oye el golpe de la manivela.
Ya no hay tiempo para llegar a la zanja. Va a tirarse al suelo.
–¡De frente y codo con codo! –grita Rodríguez Moreno. Carranza se da vuelta, con el rostro desencajado. Se pone de rodillas frente al pelotón.
–Por mis hijos... –solloza–. Por mis hi...
Un vómito violento le corta la súplica.
En el camión Troxler ha tendido la flecha de su cuerpo. Casi toca las rodillas con la mandíbula.
–¡Ahora! –aulla y salta hacia los dos vigilantes.
Con una mano aferra cada fusil. Y ahora son ellos los que temen, los que imploran:
–¡Las armas no, señor! ¡Las armas no!
Benavídez ya está de pie y toma de la mano a Lizaso.
–¡Vamos, Carlitos!
Troxler les junta las cabezas a los vigilantes y tira uno a cada lado, como muñecos. Da un salto y se pierde en la noche. El anónimo suboficial (¿o es un fantasma?) tarda en reaccionar. 
Se incorpora a medias. Desde la punta del coche un tercer vigilante lo está cubriendo con el fusil. Se oye el tiro. El suboficial hace ¡Aaaah!, y vuelve a sentarse, como estaba. Pero muerto.
Benavídez salta. Siente los dedos de Carlitos que se deslizan entre los suyos. Con desesperada impotencia comprende que el chico se le queda, sepultado bajo los tres cuerpos que se le echan encima.
Abajo, los policías oyen el tiro a retaguardia y por una fracción de segundo titubean. Algunos se dan vuelta.
Giunta no espera más. ¡Corre!
Gavino hace lo mismo.
El rebaño empieza a desgranarse.
–¡Tírenles! –vocifera Rodríguez Moreno.
Livraga se arroja de cabeza al suelo. Más allá, Di Chiano también se zambulle.
La descarga atruena la noche.
Giunta siente una bala junto al oído. Detrás oye un impacto, un gemido sordo y el golpe de un cuerpo que cae. Probablemente es Garibotti. Con prodigioso instinto, Giunta hace cuerpo a tierra y se queda inmóvil.
A Carranza, que sigue de rodillas, le apoyan el fusil en la nuca y disparan. Más tarde le acribillan todo el cuerpo.
Brión tiene pocas posibilidades de huir con esa tricota blanca que brilla en la noche. Ni siquiera sabemos si lo intenta.
Vicente Rodríguez ha hecho cuerpo a tierra una vez. Ahora oye los vigilantes que se acercan corriendo. Trata de levantarse, pero no puede. Se ha cansado en los primeros treinta metros de fuga y no es fácil mover el centenar de kilos que pesa. Cuando al fin se incorpora, es tarde. La segunda descarga lo voltea.
Horacio di Chiano dio dos vueltas sobre sí mismo y se quedó inmóvil, como si estuviera muerto. Oye silbar sobre su cabeza los proyectiles destinados a Rodríguez. Uno pica muy cerca de su rostro y lo cubre de tierra. Otro le perfora el pantalón sin herirlo.
Giunta permanece unos treinta segundos pegado al suelo, invisible. De pronto salta como una liebre, zigzagueando.
Cuando presiente la descarga, vuelve a tirarse. Casi al mismo tiempo oye otra vez el alucinante zumbido de las balas. Pero ya está lejos. Ya está a salvo. Cuando repita su maniobra, ni siquiera lo verán.
Díaz escapa. No sabemos cómo, pero escapa.* Gavino corre doscientos o trescientos metros antes de pararse. En ese momento oye otra serie de detonaciones y un alarido aterrador, que perfora la noche y parece prolongarse hasta el infinito.
–Dios me perdone, Lizaso –dirá más tarde, llorando, a un hermano de Carlitos–. Pero creo que era su hermano. Creo que él vio todo y fue el último en morir.
Sobre los cuerpos tendidos en el basural, a la luz de los faros donde hierve el humo acre de la pólvora, flotan algunos gemidos. Un nuevo crepitar de balazos parece concluir con ellos. Pero de pronto Livraga, que sigue inmóvil e inadvertido en el lugar en que cayó, escucha la voz desgarradora de su amigo Rodríguez, que dice:
–¡Mátenme! ¡No me dejen así! ¡Mátenme!
Y ahora sí, tienen piedad de él y lo ultiman. 

_______________________________________________________________________________________
                            Rodolfo J. Walsh 

martes, 4 de septiembre de 2012

Walsh..

Me llaman Rodolfo Walsh, nací en Choele- Choel, que quiere decir "Corazón de Palo". Mi vocación se despertó temprana mente a los 8 años decidí ser aviador. Por una de esas confusiones, el que la cumplió fue mi hermano, supongo que desde ahí me quede sin vocación y tuve muchos oficios, el más espectacular limpiador de ventanas, el más secreto criptografo en Cuba.






Mi padre era  mayordomo de estancia, un transculturado, al que los peones mestizos de Río Negro, llamaban Welche. Su coraje físico sigue pareciéndome casi mitológico. Hablaba con los caballos, uno lo mató en 1947, otro nos dejo como única herencia.

Tengo una hermana monja y dos hijas laicas.

Mi madre vivió en medio de cosas que no amaba, el campo, la pobreza. En su implacable resistencia resultó más valerosa y durable que mi padre. El mayor  disgusto que le causo es no haber terminado mi profesorado en letras.

Mi primer libro fueron 3 novelas cortas en el género policial, el que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin pensar en la literatura, pero sí en la diversión y el dinero.

Me callé durante 4 años más. Porque no me consideraba a la altura de nadie.

"Operación Masacre" cambió mi vida, haciéndola comprendí que además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior.

Me fui a Cuba, asistí el nacimiento de un orden nuevo contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso.

Volví, complete un nuevo silencio de 6 años. En 1964 decidí que de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escribir era el que más me convenía. Pero no veo en eso una determinación mística, en realidad he sido traído y llevado por los tiempos.

_________________________________________________________________________________
                                                                                                    Rodolfo Jorge Walsh.